domingo, abril 27, 2008

De la solidaridad.

Si uno hace una lista de las razones por las cuales "estamos como estamos", además de tener que incluir varios de los horrores que la historia patria nos ha legado, tendríamos que apelar a un rasgo fundamental de la concepción de vida con la que nos han criado. Sin necesidad de hablar de la propensión a la corrupción y la descarada majadería de los dirigentes que nos han engañado durante años en periodo electorar, haciéndo gala de heroísmo y impecabilidad moral, para luego, una vez electos, hacer relucir su real talante; ni de lo proclive que es la gente a tragar entero dogma y teoría remojada y revaluada a manera de apología de la vagabundería y la pereza mental, parecería poder hablarse sin mayor tapujo de un asunto que la doctora Nydia Quintero ha tratado de solucionar desde hace ya varios años.
Estamos como estamos en parte por una falta enorme de solidaridad en Colombia. Doña Nydia lleva saliendo a las calles, convocando cuanto personaje esté en boga en el momento, para promover un mensaje alegre y esperanzador para el futuro del país. Entre las comparsas que inmovilizan las vías principales de las ciudades y el pegajoso jingle que año tras año infecta las cabezas del pueblo, se manifiesta una necesidad profundamente arraigada en quienes marchan, miran, o sintonizan el televisor. Hay que solidarizarse, hay que unir las voces y manifestar que somos un todo vibrante y electrizado, hay que gritar hasta agotar las fuerzas y así compensar por quienes no pueden hacerlo. Lo que ha quedado un poco confuso siempre es en torno a qué, exactamente, hay que solidarizarse. "Solidaridad por Colombia", en mi pequeñísima cabeza, ha pasado por distintas interpretaciones, ninguna del todo satisfactoria. "Por" como denotando el lugar a recorrer, me dejaba con algo similar a "Solidaridad a lo largo y ancho de Colombia". "Por", como causa, dejaba "Solidaridad porque Colombia lo necesita -o lo demanda-". "Por", como el objeto de la solidaridad, dejaba "Solidaridad hacia Colombia", pero lo indeterminado de "Colombia" me dejaba siempre perpleja. El punto es que, sin tener que entrar en recovecos lingüísticos, quizá sea adecuado decir que la falta de solidaridad se debe en parte a la falta de algo por lo cual solidarizarse. Ya me lo dijo alguna vez Aponte, no se puede tener actitudes intencionales 'en abstracto'.
Este último año ha sido muy movido en cuestiones de solidaridad. Nosecuántos millones -según las cifras siempre fluctuantes- se pusieron la camiseta blanca y se solidarizaron en contra de unos. Luego, un mes después, otros nosecuantos millones se solidarizaron quedandose juiciosos en la casa, para que no fuera alguien a pensar que la solidaridad con los muertos era también solidaridad con los asesinos -ay, la compleja aritmética del sentimiento común-. Poco después, la solidaridad llegó a las disqueras y distribuidoras, que se solidarizaron entre ellas, solidarizándose con esos que querían solidarizarse ante su falta de solidaridad para con los gobiernos implicados en un conflicto que mostraba la ausencia de solidaridad regional. Pero tanta marcha y arenga, tanto bailoteo en la frontera, tanta camiseta con eslógan no habría logrado nunca mostrar la voluntad de unidad que reflejó lo ocurrido hace un par de días en Manizales.
Me mueve hasta las lágrimas ver la manera en que 700 estudiantes, sin dudas ni prejuicios decidieron hacerse sentir, en la única manera que un país como éste les permitiría. Con pancartas preciosas hechas en cartulina de colores y témperas, sostenida por sus manecitas inocentes, de uñas cuidadas y pintadas con colores pastel, dejaron claro que se solidarizaban con la rectora del plantel, cuyas decisiones no perderían su validez a la luz de un decreto arbitrario e irracional -por no decir abiertamente inmoral- que una instancia tan poco legítima y creíble como una tutela amparada en la constitución pretendía revocar. Es una muestra implacable de la manera en que la acción comunitaria ha logrado penetrar en las fibras más profundas de nuestra sociedad, de que el mensaje que doña Nydia cada año promueve ha encontrado un lugar en el corazón de todos.
Y es que ¿por qué pensar siquiera en la posibilidad de que la posición contraria tuviera un mínimo de sentido? ¿para qué pensar en la constitución, para qué apelar a los derechos humanos, para qué considerar la posibilidad de no imponer la fuerza si es para lograr lo que todos queremos? ¿No es acaso la democracia ese lindísimo sistema en que todos jalamos para el mismo lado? ¿No es lo ideal demostrar que la ensordecedora voz de muchos -incluso sin saber qué se está diciendo- vale más que los murmullos de un par? ¿No somos "todos" el pedazo relevante de quienes somos iguales y podemos juntarnos a imponer a gritos lo que queremos? Al final del día, que esos que no pueden hablar se solidaricen entre ellos, que aquí estamos rico solidarizándonos entre nosotros. Que armen sus propios colegios, sus propias ciudades, sus propios países, que aquí no hay campo para la consideración de lo otro. Y así, no me cabe duda, es que dejaremos de estar como estamos. Y eso es lo que queremos, ¿no?

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martes, abril 15, 2008

control médico

El viernes pasado, en medio de mis afanes académicos y mi indecisión sobre la manera adecuada de poner los pies bajo el escritorio para evitar el adormecimiento producto de mis faltas de potasio; mientras leía en twitter como Kam y el Venao también pasarían su noche de viernes alejado de las rumbas, una terrible punzada detrás del ojo izquierdo me postró en la cama. Como llevaba ya muchas noches fumando junto a mi ventana, tratando de culminar la labor de edición de aquel documento que no quiero mencionar, era de esperarse un ligero resfriado. El cambio climático del que todo el mundo habla no iba a dejarme a mí seguir haciéndole fieros, como si la capita de grasa que recubre mi sección media fuera aislante suficiente para el cambio de temperatura notorio que ya es cosa del día a día. Fui a la cama, dormí, soñé que hacía cuentas de un negocio con miles de recibos de caja en mano, categorizados por color, fecha, precio y, curiosamente, sabor de helado(?). Al despertar, tenía par bolitas en la garganta -que acompañaban un dolor muy fuerte-, me dolía todavía la cabeza y en el lado derecho de mi labio inferior protruían tres pequeñas ampollitas, que daban fe de un estado febril previo que, afortunadamente, no recuerdo. Sintiéndome maluca todo el día, renuncié también a la rumba de sábado y por empeoramiento de la situación, al estudio dominguero -nunca tan serio como ese que se lleva a cabo entre 11 de la noche y 3 de la mañana del día antes de entrega, en cualquier caso-, esperando recuperar fuerzas entre los muchos motosos que la televisión nacional de feriados promueve. A punta de receta cacera -agüepanela con limón, jengibre, tomillo, mantequilla, tabasco, leche o cuarentamil cosas más- mantuve un estable nivel de nauseas que supuse con una noche de buen sueño pasaría. No obstante, y a pesar de todos mis intentos,el lunes desperté también enferma y decidí que sin importar cuántos principios morales tuviera que contradecir, iría al médico a averiguar cómo era el maní. Quepa recordar en este moomento que carezco de EPS hace ya un buen BUEN tiempo y que lo que para la universidad, para mi familia y para mí constituye trabajo académico suficiente -a saber, la tesis-, para lo que otrora fue mi empresa promotora de salud no cumple con la cantidad horaria que debería constituir un semestre académico.
Tras hacer las llamadas pertinentes a mis empleadores y compañeros oficinistas, emprendí camino hacia la UN, donde ofrecen citas médicas sin costo alguno y con la única reserva de mostrar el carnet estudiantil vigente, para descifrar, por fin, la raiz de mis dolencias.
Hacía años no visitaba un médico general. Todavía lo miden y lo pesan a uno, aunque ya el aumento de centímetros ni de kilos constituya un motivo de orgullo para mis padres, sino una excusa más para reprobar mis conductas alimenticias. Todavía usan bajalenguas plástico, naranja fosforescente y con un conejito en el extremo del que lo agarran; todavía hacen pruebas de motricidad ocular con un muñequito de brazos flácidos y preguntan qué talla de zapatos uso. Miden la presión arterial y con cara de preocupación afirman que está "apenas por encima de la de un cadaver", halan hacia abajo el párpado inferior y anotan "anemia", estiran la mano y al ver la palidez preguntan si tengo historial de deficiencia hepática o si es que bebo descontroladamente -a lo que filosóficamente respondo que depende de qué se entienda por "descontroladamente"-; palpan los ganglios y afirman "deshidratación de grado II por síndrome febril". Para este punto estoy totalmente segura de que mis padecimientos son el producto de la etapa terminal de una cirrosis, de que es toda mi culpa estar en esta situación, de que moriré joven, pero no dejaré un cadaver bello. Ah, las bellas consecuencias de la minuciosa requisa médica.
Finalmente, la doctora escribió en un papelito que padecía de una virosis, aclarándome, para mi tranquilidad mental y moral, que "es de esas que están dando", firmó un papel en que me daba 3 días de incapacidad y me recetó una serie de remedios y mengurjes que sigo muy al pie de la letra. Sentada en mi cama, arropada, agarrada con una mano de la botella de "Pedialyte sabor Coco" y con la otra del control remoto, pienso si no debería estar guardando energías para recuperar el trabajo -académico y no-académico- en lugar de escribir larguísimos posts insulsos sobre el re-descubrimiento del estado de objeto de estudio médico. Creo que no.

P.D. Tengo un post pendiente, pero no me he dado tiempo de pensarlo como debería; sorry, Harry.