Sí. La vida es injusta. Todos los días se pierden oportunidades que lograrían hacer de cada uno de nosotros nuevos redentores de esta humanidad agobiada y doliente. Cada minuto, un sub-empleado de algun imperio de comidas rápidas desecha kilos y kilos de comida, alguna pareja de enamorados pelea para nunca más reconciliarse, alguien rompe una promesa y deja en la calle a su mejor amigo, alguien decide que apoyará una nueva reelección de su candidato de ultraderecha de preferencia, un joven estudiante olvida en qué consiste el trinomio cuadrado perfecto y desecha un futuro brillante en las ciencias, a alguien se le quema el primer huevo doble-yema que ha encontrado en su vida, un banano pecoso se pudre en el estante del mercado, una madre bota a la caneca el par de zapatos preferido de su hija; la vida está llena de desazones. Y es que el mundo no se cansa de mostrarnos que todo es demasiado frágil, que eso en lo que cimentamos nuestra felicidad es tan sólo parte de la inevitable entropía, de la siempre creciente tendencia hacia la descomposición de lo que conocemos.
Yo he tenido momentos felices, grandes momentos de inspiración, grandes pérdidas de aliento por un par de ojos que no me canso de mirar, uno que otro logro académico, un reconocimiento a mi esfuerzo, un par de zapatos amado, tantos tantos huevos doble yema, duchas largas con champú gomelo, diez mil pesos encontrados en el piso de la cigarrería de la esquina. Pero he tenido grandes penas: mi selección lleva dos mundiales sin participar, mis dos hamsters se escaparon de la jaula y no volvieron, mis zapatos anaranjados se perforaron de tanto caminar, saqué 3,9 en el curso de Timeo, se me perdió mi llavero de Perú, compré un litro de Kumis pensando que era suero costeño y descubrí que latte maciatto es café con leche, no con chocolate.
Pero de todas las ilusiones destrozadas en mi vida, nada, NADA, se compara a lo que a continuación narraré.
Desde que tengo memoria he pasado mis fines de semana, como buen bogotano clase media con ínfulas de oligarca, paseando por los corredores de los centros comerciales de mi ciudad. El centro andino nunca me gustó, al principio me hacían casting, por lo cual decidí nunca más volver. Bulevar dejó de ser atractivo cuando dejé de ser suficientemente pequeña para montar en la micro rueda de chicago. Atlantis me pareció muy corroncho muy caro, sólo lo visito los martes de ultra-pobre. Pero Unicentro. Ese sí que conquistó mi corazón. No por los cines, no por las tiendas, no por el combo Librería Nacional-Panamericana-Perro del ley. No por los shows de juegos pirotécnicos en halloween, navidad, 20 de julio y demás. No. Unicentro me cautivó por un sólo motivo.
El más hermoso tirolés sobre el que he posado mis ojos daba la bienvenida por la entrada 6 con un hermoso traje amarillo y rojo, un sensual bigote y un cartel anunciando las promociones del día. Paradigma de la virilidad bayeresa, del porte del germano-italo-austriaco, muestra infalible del carísma del yodel, del atractivo de los coterráneos de Heidi. Mis entradas al centro comercial eran amenizadas por el profundo cariño que me despertaba tan agraciado maniquín, mis noches se iluminaban con su recuerdo, mis días se completaban con su existencia. Pero hoy, yendo tras unos meses de ausencia a visitar a tan magna institución, descubrí con dolor que Arflina cerró sus puertas al público y se llevó consigo a mi amado tirolés. Mi corazón llora, mis ilusiones destrozadas por las reglas del capital difícilmente serán reparadas, los pocos recuerdos de mi estadía en Süddeutschland se desvanecerán lentamente. Ha llegado el fin de una era.